29 jul 2010

Cuartillas de sal

Estoy aquí inmóvil sentado mirándote,
viéndome en el claroscuro de tus ojos,
ahogándome en el vacío crepuscular,
ahogándome en tu tranquila mirada.

Me pierdo en lo mucho que no soy,
olvidando lo poco que sí, lo que queda,
los sueños rotos y las cuartillas de sal,
que son el molde y horma de mi alma.

Ya no sé quién soy de tantos que he sido,
de todos los pesados muertos que cargo;
olivos secos, fotografías, diarios caducos;
claveles, pañuelos. Todo lastre y anclas.

Hace mucho era niño, y el mundo, fácil,
las sonrisas eran gratuitas y completas;
uno podía dejar correr suelto al espíritu,
inundado de sol y rosas sin espinas,
sin temor ni miedo a que no volviera,
sin temor ni miedo a que lo robaran.
Hace mucho era niño, pero se acabó,
un día mi alma no regresó conmigo.
Cargo al angelito inerte que fui,
sonriendo en su caja sobre mi lomo.

Somos todo aquello que odiamos ayer,
cuando fuimos jóvenes y había futuro,
cuando la revolución era caritativa, útil,
cuando el amor y el fuego nos cegaban,
pero de la llama pasional que era nuestra
sólo quedaron las cenizas frías y volaron.
Somos todo aquello que odiamos ayer,
pero podemos vivir con nuestra conciencia.
Cargo al soñador pobre que era, sus restos,
las cruces y la lápida de mi juventud noble.

Pero los muertos tienen fríos los huesos,
como frías son las estrellas en la noche,
lágrimas brillando sobre el luto celeste;
y me duele este helado osamental, blanco,
me duelen estos esqueletos que cargo.

5 jul 2010

Caminando

Lo que fuimos y somos poco importa ya, lo que importa es lo que seremos, amiga, y más aún lo que nunca llegaremos a ser, a pensar, a sentir.

Pedro Regisco

Gotas leves, suaves pero constantes bajan a morir despedazadas a los hombros de tu chamarra, desde un cielo oscuro; y vas caminando sobre la banqueta gris. Las zuelas de tus botas para lluvia raspan el suelo de asfalto viejo y carcomido, sus tacones, a un medianamente lento paso resuenan vagamente como el tictac de un reloj perdido entre los charcos, las paredes ancianas y las alcantarillas en la oscuridad acribillada por faroles de luces inciertas que iluminan la soledad de las tiendas cerradas y las bancas, los cristales de los escaparates vacíos son los únicos seres que impasibles te observan mientras pasas caminando como los años pasan ante tus ojos.

Es tarde ya, el velorio ha terminado tarde y triste, además al salir de esa agencia funeraria desconsoladora y opaca fuiste a beber largamente un trago seco, sucio y amargo de licor barato a un bar cualquiera del centro de la ciudad, en honor, porque a la salud ya no, de la querida muerta.

Ella, Elvira, la más bella de todas las flores, la más fragante de todas las esencias perfumadas, la más suave de todas las sedas, la más deliciosa y dulce de todas las frutas, ella, que descansaba junto a ti en las siestas que tomaban bajo la suave sombra de la cúpula de los inalcanzables árboles de la alameda y los jardines botánicos que reviven en silencio el recuerdo y el ensueño que mutilan los lacrimales, sangrándolos en sal diluida. Ella ya no descansa contigo sobre el pasto tierno, que aprovecha para nacer desesperado sobre la agonía ajena, ella ahora descansa bajo él, sola en la oscuridad asmática.

Tenía una pequeña luz dentro del abismo de sus grandes ojos tristes, huesos pequeños y delgados como pequeños y delgados, o más bien, como frágiles son los de las alas opacas, sucias e ígneas de los pichones que se disputan el cielo de las mañanas frías y las migas deprimidas sobre el suelo de los adoquines. También tuvo piel más blanca y pura que la parafina de los cirios que la velaron acompañándote frente a la caja de madera oscura que le conseguiste a crédito para que se acomodara tranquilamente a descansar como solíamos hacerlo. Sus pequeñas y débiles manos cruzadas sobre su quieto y angosto pecho, inmóvil como inmóviles son ahora las losas de asfalto sobre las que caminas.

A ella le gustaba la música, tenía dedos delgados, finos y blancos como cigarrillos gruesos, con uñas cortas, limpias y rosadas como pétalos de rosas vírgenes, era pianista, bueno, no, era secretaria, pero tocaba mejor y con mayor destreza las teclas del viejo piano que guardaban en la pequeña sala que las de la máquina de escribir de su trabajo, debió dedicarse a la música, sus dedos bailaban desesperadamente pero con armonía, presionando aquí y allá, como si fuera la última vez que fueran a hacer contacto con un instrumento, como si predijeran sin decirnos lo que se aproximaba.