26 nov 2009

Sobre la realidad del regalo de las flores

Al lector, si alguna vez das una rosa, aunque esté marchita, que tu intención no lo esté.

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Es irónico que una muestra de amor humana, un regalo común, de un amor fugaz y simple, o eterno y verdadero, sea el cadáver de una planta. Ya sea la rosa que un enamorado regale a su prospecto en una cálida noche de verano; o un alcatraz fino y puro que un anciano lleve a la tumba de su señora acaecida.

Hermosas, sí, también muy nobles son las flores, se mantienen puras y coloridas aún en la agonía que viven después de haber sido cortadas; y es en esta agonía, ellas, ya sea en el camerino de una actriz, o en la mano de una novia en su boda; cuando más grandiosas son; y se mantienen así hasta que la vida se escapa de sus hojas, y cuando, secas y marchitas como las cenizas de realidades antiguas, son desechadas, caen en un remolino de pétalos negros y hojas oxidadas, envueltas en un dulce, irreal y familiar olor a glorioso muerto fresco. Pues son las flores tan sólo bienestar pasajero y desechable.

Las muchachas entre lágrimas mutilan por despecho a éstos cadáveres inocentes, dentro de su frustración de ausencia, decencia o presencia de pasiones jóvenes y fugaces, contando en números pares o nones la calidad, la omisión o la perfección de los sentimientos de sus amores platónicos o aristotélicos hacia ellas. Y son las flores las que, entre lágrimas de tortura, han de pagar en un silencio sepulcral.

Son mártires de amores inciertos; decoraciones felices y moribundas de una vida o una muerte fiel; ya fueren regalos de amor o de despecho. Hemos de honrar a todas y cada una de ellas por su nobleza y su disposición ante la muerte por una pasión ajena.

Desde los jazmines de las niñas en sus cunas hasta los azahares sobre las tumbas de los ancianos. Todas son los únicos hermosos y coloridos muertos que ornamentan el mundo gris que heredamos.

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